“Las plantas poseen todo un sistema de receptores que actúan como sensores que rastrean el ambiente, en busca de señales del más mínimo cambio”.

 

Horacio Cano Camacho

Cuando era niño sonaba constantemente en la radio y en todas las fiestas, una canción de José Ángel Espinoza que se titula La ley del monte, que hacia referencia a unos amantes que pretenden dejar constancia de su amor al grabar precisamente, sus nombres y corazones entrelazados en las hojas de un maguey silvestre.

Ya entonces me parecía una suerte de elogio de la violencia contra las plantas. Primero, porque a nadie le importaba tal amor, que seguramente acabaría más rápido que la enorme cicatriz dejada en las hojas (pencas) y segundo, porque sin duda le hacían daño a esa hermosa planta.

Cuando comencé a estudiar las interacciones de las plantas con el ambiente, ya en la licenciatura, lo comprendí mejor y desde luego, reforzó mi idea de que se trataba de una canción, si bien simpática, medio siniestra.

El asunto es que siempre hemos percibido a las plantas desde una visión antropocéntrica, como objetos que están allí para nuestro uso y disfrute y que al diferir de nosotros en aspectos anatómicos y fisiológicos, no sienten ni se acongojan. De manera que hasta nos sentimos orgullosos de marcar en sus tallos u otras partes La Vicky was here con total impunidad.

Hace unos días, una sobrina me preguntaba, en una suerte de encuesta para una tarea escolar, si las leyes que protegen el bienestar de ciertos animales “superiores”, deberían extenderse a los “inferiores” como las anemonas o los pepinos de mar… Me explicó que las vacas, las ovejas y otros de su gremio, sentían el daño que les hacíamos al domesticarlos con propósito alimenticios. Se impresionó mucho cuando yo le aclaré que todos los animales “sienten”, se estresan y sufren… Y esto es extensivo a todos los seres vivos.

¿A poco las plantas sienten? Me preguntó y claro, me detuve a explicarle que “sentir” es una condición para la vida. Que todas las células de todos los seres vivos tienen la capacidad de percibir y, de hecho, el sistema es tremendamente parecido en una vaca, una lechuga, una esponja o una reina de la belleza.

Y claro, las plantas como el desgraciado maguey de la canción lo hacen. Las plantas poseen todo un sistema de receptores que actúan como sensores que rastrean el ambiente, en busca de señales del más mínimo cambio. Así se tienen sistemas que perciben el daño mecánico, o una herida como la de un herbívoro; desde luego, la presencia de un patógeno potencial que le puede provocar una enfermedad; perciben la gravedad, la concentración de nutrientes, la presión, la temperatura, la luz, otros competidores, en fin, las mismas señales que percibimos nosotros y sentir todo esto, determina todas sus posibilidades de vida futura.

Pero percibir estos cambios o alteraciones es solo el principio. Las plantas, como todos los seres vivos, articulan respuestas a estos cambios percibidos. Hay respuestas de defensa que incluyen la activación de un sistema inmune que incluye respuestas innatas y específicas, de una manera análoga al sistema inmune de animales. Por supuesto que hay respuesta a las heridas y estas incluyen un intento de repeler al agresor a través de tóxicos y un sistema que cierre la herida para impedir la pérdida de la homeostasis y dejar abierta una puerta para la entrada de patógenos potenciales, exactamente lo que hacemos los animales “superiores” o que se parecen a nosotros (lo entrecomillo por que ese concepto de superior o inferior no existe en biología y es solo otra expresión del antropocentrismo).

Para responder a la agresión de esos amantes inconscientes, el maguey entró en un proceso de estrés, coordinado y conducido por su genoma. Esto implicó cambios en el metabolismo para dirigir todos sus recursos hacia la defensa: las células que percibieron el daño se “suicidaron” mediante un mecanismo de muerte celular programada para crear una barrera física y química, para evitar la entrada de patógenos al acumular toxinas y otras moléculas involucradas en la defensa. Se generaron señales que alertaron a las células y tejidos más lejanos del daño y éstos entraron en preparación para responder, modificando sus patrones de expresión de genes y, por lo tanto, su fisiología. Además, el pobre maguey les avisó a las plantas cercanas de la agresión para que se prepararan para un posible ataque, lo que implica su entrada a un proceso de estrés.

La extensión de la herida provocada por grabar su nombre en la penca, determinará en mucho la suerte posterior de este ser vivo. La respuesta de estrés debe ser temporal, la expresión de los genes cambia momentáneamente para asegurar el flujo de recursos de defensa, pero estos recursos vienen de otros procesos, como la reproducción, el crecimiento, y por supuesto, de otras interacciones bióticas indispensables para la planta. Como consecuencia, la planta se debilita y si los factores ambientales le son adversos (sequía, plagas, competencia, etc.), eventualmente muere.

En realidad, es lo que sucede en nosotros ante cualquier herida o proceso de enfermedad o estrés. Pero a diferencia de nosotros, una planta debe articular todos estos procesos, en el sitio donde germinó la semilla que le dio origen, puesto que no puede huir o esconderse. Nosotros identificamos y sentimos empatía con los que se nos parecen, es decir, que tienen un sistema nervioso centralizado, pero las plantas carecen de “cerebro” homólogo al nuestro. En su lugar el sistema de percepción-respuesta, está distribuido por todo el organismo, que sería equivalente a decir que toda la planta es una suerte de cerebro.

Las plantas también sienten y sufren, perciben, se estresan, se comunican, interactúan, se defienden, aún cuando parezca que lo hacen de manera diferente a nosotros, así que también debemos respetarlas y no provocarles daños innecesarios como dejar constancia de nuestra ignorancia en la penca de un maguey.


Originario de un pueblo del Bajío michoacano, toda mi formación profesional, desde la primaria hasta el doctorado la he realizado gracias a la educación pública. No hice kínder, por que en mi pueblo no existía. Ahora soy Profesor-Investigador de la Universidad Michoacana desde hace mucho, en el área de biotecnología y biología molecular… Además de esa labor, por la que me pagan, me interesa mucho la divulgación de la ciencia o como algunos le dicen, la comunicación pública de la ciencia. Soy el jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia en la misma universidad y editor de la revista Saber Más y dedico buena parte de mi tiempo a ese esfuerzo.