Información sin sustento predomina en portales informativos y redes sociales en la contingencia por la COVID-19, con efectos en una sociedad que no cuenta con el acceso pleno a la información o su validación escapa de los criterios que aconsejan acudir a los especialistas.



Horacio Cano Camacho


Estamos asistiendo al desarrollo de una pandemia en tiempo real, basta entrar a cualquier portal de cualquier medio o en redes sociales, para mirar gráficos, a veces demasiado crípticos para que los comprenda alguien no versado en técnicas estadísticas y de presentación de datos, pero que están allí, esperando por un ciudadano interesado en ver el desarrollo de la enfermedad en cualquier parte del mundo.

   Y que decir de la cantidad de noticias falsas que circulan por todos lados, un fenómeno que ya es muy preocupante, porque en este momento supone un riesgo sobre la vida y la salud de los ciudadanos, pues confunde, genera desconfianza en la ciencia médica e inmoviliza a la sociedad frente a la emergencia al confrontarla con los responsables de la salud pública.

   Nadie niega la importancia de la información para tomar decisiones personales, pero ¿qué tanta o qué tipo de información es la adecuada? Es una opinión muy arraigada que proporcionar más y mejor información a la gente mejora su opinión y su toma de decisiones;

que esta disipa las concepciones erróneas y que presentar hechos científicos e informes de expertos influye en la opinión pública y puede modificar sus actitudes frente a temas complejos … pero, ¿esto es exacto?

   Medir el impacto que ciertas informaciones (verdaderas o no) tienen en las decisiones de la población es muy complejo. No podemos asegurar que los intoxicados por beber limpiador sean el resultado de un discurso torpe del presidente de Estados Unidos o que la población nos estamos resguardando en casa, luego de que vimos imágenes dantescas procedentes de alguna morgue de un hospital.

   La cuestión es si los ciudadanos preferimos siempre la verdad. La revista Science, publicó hace un par de años un estudio que demuestra que las mentiras son capaces de llegar a más gente y más rápido que la verdad. El estudio se llevó en un periodo de 2006 a 2017 sobre 126,000 historias tweeteadas por 3 millones de personas…

   Encontraron que en redes sociales, las “mejores mentiras” son capaces de involucrar a un mayor número de personas que nunca es alcanzado por ninguna verdad y lo hacen a un ritmo varias veces superior.

   El asunto es ¿por qué? Un sofisticado programa de computo analizó el lenguaje de mentiras y verdades. El análisis de los “sentimientos” que se expresan en las distintas cadenas de rumores prueban que, en las cadenas falsas aparece más el sentimiento de sorpresa y esperanza, mientras que en las cadenas verdaderas aparece más el de tristeza y pesimismo.

  Parece que en situaciones críticas, lo que buscamos no es la información “dura”, sino atisbos de esperanza. Que la “información” que nos proporciona salidas, así sean irracionales o falsas, tienen más posibilidades de convencernos y nos hacen querer compartir nuestra esperanza con otros.

   El otro problema que se ha evidenciado es una forma de pensamiento grupal que surge cuando las personas están tan involucradas en un grupo cohesivo (una ideología, una filia o una fobia): no importa la calidad de la información, lo que se busca es un consenso o una unanimidad para esa concepción grupal, lo cual supera y deja en segundo plano la valoración realista de la información. Cualquier nota que demuestre que “yo” tengo razón, incluyendo las mentiras evidentes, será en automático creída y compartida. La gente se encierrará en las concepciones grupales, entre los que albergan ideas parecidas y que se confirman a sí mismas, donde sus creencias se verán reforzadas y no se cuestionarán.

   Romper la preponderancia de este pensamiento grupal, tanto como la importancia de los “sentimientos” es muy complejo, aunque sus ideas nos parezcan absurdas; la cuestión que debemos analizar es si basta proporcionar información “objetiva” para vencer estas tendencias.

   Información hay y tal vez mucha. A lo largo de estos tres últimos meses de la pandemia se han publicado más de 20,000 artículos científicos y la mayoría de ellos se han puesto a disposicion de cualquier lector a través de repositorios. Pero esa es una información para expertos y que requiere todo el trabajo analítico de la ciencia. El asunto es cómo compartir esa información con la sociedad.

   La cuestión no parece ser la cantidad de información, sino la capacidad de gestionar la misma por parte del ciudadano común. Y desarrollar esa capacidad es un proceso largo y complejo y es ante todo, una acción cultural. Se requiere que el ciudadano común entienda la naturaleza y los procesos de la ciencia, que valore críticamente cualquier información que le llega y sea capaz de seleccionarla, discriminarla y usar la más adecuada para tomar decisiones y opiniones. Esa es la función de la divulgación de la ciencia y es importante valorar este campo y apoyarlo. Todo indica que necesitamos una forma distinta de comunicar la ciencia a la población ajena a los claustros científicos o tecnológicos, es hora de apoyar decididamente a la divulgación para ir formando esa cultura científica en el ciudadano.


Originario de un pueblo del Bajío michoacano, toda mi formación profesional, desde la primaria hasta el doctorado la he realizado gracias a la educación pública. No hice kínder, por que en mi pueblo no existía. Ahora soy Profesor-Investigador de la Universidad Michoacana desde hace mucho, en el área de biotecnología y biología molecular…

Además de esa labor, por la que me pagan, me interesa mucho la divulgación de la ciencia o como algunos le dicen, la comunicación pública de la ciencia. Soy el jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia en la misma universidad y editor de la revista Saber Más y dedico buena parte de mi tiempo a ese esfuerzo.