“El asunto es que los niños son muy curiosos, tienen vigor intelectual: no conocen algo, pero desean saberlo. A ellos se les ocurren preguntas provocadoras y perspicaces, tienen entusiasmo por aprender. Pero entonces entran a la escuela y aquí los van moldeando a que memoricen todo, los hacen perder el entusiasmo por descubrir, por el placer del descubrimiento”.
Horacio Cano Camacho
Hace unos días salí a caminar alrededor de casa, respetando siempre la sana distancia y la protección. Delante de mi iba una familia, también haciendo su rutina de ejercicio y yo alcancé a escuchar que el niño más pequeño preguntaba constantemente cosas sobre lo que veía, la lluvia, unos perros, las mascarillas de los otros que también caminábamos. La madre reprendía al niño por preguntón y los hermanos lo hicieron blanco de sus burlas. Yo, claro está, me identifiqué con él.
He de decir que yo era un niño de esos que tienen curiosidad y buscan satisfacerla preguntando… eso me estigmatizó en la escuela y generó una gran cantidad de apodos, incluso un tío me puso “el tomo 4” por la fascinación que yo tenía por una enciclopedia que compró mi padre … Como no podía dejar de hacerlo, busqué maneras soterradas que no me expusieran. Comencé a preguntarme en la soledad de mi casa.
El asunto es que los niños son muy curiosos, tienen vigor intelectual: no conocen algo, pero desean saberlo. A ellos se les ocurren preguntas provocadoras y perspicaces, tienen entusiasmo por aprender. Pero entonces entran a la escuela y aquí los van moldeando a que memoricen todo, los hacen perder el entusiasmo por descubrir, por el placer del descubrimiento. En la escuela llega un momento en que temen (tememos) preguntar, hacer preguntas “tontas”. Estamos dispuestos a aceptar respuestas e ideas inadecuadas, porque eso nos permite incluirnos en el grupo.
Y el problema mayor es que los adultos que ya no tienen tiempo nunca, que han perdido el vigor intelectual y están cargados de prejuicios, temores y creencias, ya no participan de la curiosidad de los niños, antes reprimen su curiosidad. El adulto simula saberlo todo y no admite su ignorancia o la disfraza con enojo; acepta las verdades literales de los credos religiosos (y ahora de las redes sociales) y los prejuicios morales que los acompañan.
El problema va más allá de los coscorrones a un niño preguntón. El asunto es que el conocimiento científico es el sustento del desarrollo de cualquier sociedad moderna. Pero este no es una propiedad natural o una herencia, sino que se construye. Y la base del desarrollo científico es la incertidumbre de conocimiento: no lo sé, pero lo quiero o lo debo saber… Una sociedad, una época, se caracterizan no tanto por la extensión de los descubrimientos, sino por la calidad de las preguntas que esa sociedad se plantea. Si no tenemos preguntas, no aprendemos ni construimos.
Vivimos en una sociedad sustentada en la certidumbre, en donde las cosas son como alguien nos dijo que son o alguien las dispuso de esa manera. En el mejor de los casos, la ciencia se enseña como una colección de datos, conceptos y reglas para memorizar y esto se contrapone profundamente con la naturaleza de la propia ciencia, donde la incertidumbre es la regla.
Otro aspecto muy inculcado es el principio de autoridad: lo que dice Dios, el cura o el pastor, el profesor, la autoridad, el padre de familia, es una verdad que nadie cuestiona. A esto hay que sumarle ahora los medios, en particular las famosas redes sociales. Así nos plantan verdades o se desacreditan hechos objetivos porque sí… porque alguien simplemente lo dijo o lo duda, sin discutir evidencias y hechos.
Requerimos estimular la incertidumbre del conocimiento, junto con la necesidad y valoración del conocimiento mismo con la finalidad de identificar problemas, y luego estimular el interés por resolverlos. A partir de aquí podemos ir enseñando herramientas sencillas para mejorar el entendimiento y ya después usar herramientas más sofisticadas para ampliar el aprendizaje.
Regresando al niño preguntón, es necesario que vaya entendiendo que tiene incertidumbre porque no sabe las respuestas, pero no bloquear su necesidad y curiosidad por conocerlas. Luego, aplicarnos con él en buscar las respuestas, consultar libros o internet, preguntar a alguien más experto, asistir a conferencias o buscar recursos para aprender.
Hay que disfrutar con él, reconocer y compartir su satisfacción porque logró respuestas confiables y continuar estimulando el surgimiento de nuevas preguntas a partir de las respuestas obtenidas y de sus propias observaciones. El proceso es altamente creativo y exponencial: la curiosidad abre el camino al conocimiento, la cultura, el arte y puede ser tan sofisticado como nos lo propongamos.
¿Esto no es una tarea de la escuela? Claro que la educación formal debe abandonar el modelo memorístico y enseñar a aprender a aprender, pero la familia es un elemento fundamental en este proceso. La escuela ha terminado siendo un reflejo de lo que pasa afuera, de las actitudes anticientíficas de la sociedad. Así que la familia debe involucrarse activamente, elevar el valor social del conocimiento.
Así que niños preguntones, hay que rebelarse contra la educación basada en certezas, estimulemos la capacidad de hacer preguntas…
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Imagen, Pixabay.
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Originario de un pueblo del Bajío michoacano, toda mi formación profesional, desde la primaria hasta el doctorado la he realizado gracias a la educación pública. No hice kínder, por que en mi pueblo no existía. Ahora soy Profesor-Investigador de la Universidad Michoacana desde hace mucho, en el área de biotecnología y biología molecular… Además de esa labor, por la que me pagan, me interesa mucho la divulgación de la ciencia o como algunos le dicen, la comunicación pública de la ciencia. Soy el jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia en la misma universidad y editor de la revista Saber Más y dedico buena parte de mi tiempo a ese esfuerzo.
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