“Piense que en el espacio que ocupa al leer este artículo, no hace mucho se movían grandes manadas de bisontes, tal vez los acechaba un “tigre” dientes de sable o quizás nuestros ancestros a su vez acechaban a grandes mamuts. Y dependiendo de donde esté, puede haber aún rastros de ello.”
Horacio Cano Camacho
Recuerdo muy bien la respuesta de los revisores cuando envié mi primer artículo de divulgación a una revista nacional de gran prestigio. Ya hace mucho de eso, pero la respuesta sigue muy viva en mi cabeza. Se trataba de un texto sobre la pared celular vegetal, su importancia y su potencial biotecnológico. Si bien el artículo fue aceptado y publicado, me pidieron que retirara todos los “elementos narrativos” y dejara sólo lo que aportaba información dura, técnica.
Años después comencé a colaborar con Cienciario, desde su época de papel, no se cuanto hace, y un día me crucé con un compañero universitario que al saludarme me lanzó una “crítica feroz” a mi estilo, y sin proponérselo, me hizo un elogio. Me dijo que yo no hacia divulgación de la ciencia, que yo lo que intentaba era “contar historias”. Todos los que lo acompañaban se rieron de lo dicho y a mi me dio gusto, porque precisamente, lo que siempre he pensado de la divulgación, al parecer, con todo y mis limitaciones, lo estaba logrando.
La opinión de mi primer revisor y del profesor universitario no era para nada extraña en esa época. El mundo de la incipiente divulgación en México se dividía en dos grupos: los “traductores” y los “contadores de historias”. Muchos -la mayoría- consideraban que hacer divulgación era simplemente traducir el lenguaje complejo de la ciencia para ponerlo en términos más fáciles, pero en el fondo seguir actuando como los expertos tiralíneas ante un público muy limitado que necesitaba quién le pasara cifras, datos y en el fondo, “verdades”.
El otro campo, muy chiquito en ese entonces y ahora por fortuna muy robusto, pensábamos que no bastaba la traducción, había que hacer una recreación y para ello, aprovechábamos que a todos nos gusta escuchar o leer historias. De manera que la divulgación no pretendía simplemente dar datos, sino involucrar al público en la naturaleza y los mecanismos de la ciencia apelando a sus emociones, incluso valorando el error al contar, no para marcar el paso, sino para invitar a reflexionar a ese auditorio, a plantearse preguntas, generar dudas y de esa forma provocarlo para acercarse a esta herramienta formidable que es la ciencia.
Todo esto viene a cuento por un libro que quiero recomendarles y que me parece un ejemplo precioso de quien realmente sabe contar historias al tiempo que comunica el conocimiento, haciéndolo atractivo y fácil… Se trata de La vida contada por un sapiens a un neandertal, de Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga (Alfaguara, 2020). Este extraño nombre es en realidad la estructura de la historia. Millás, un escritor, le propuso a Arsuaga, un paleontólogo, asociarse para hablar de la vida, para tratar de entender por qué somos como somos y cómo hemos llegado hasta aquí.
Millás se asume como el aprendiz en esta aventura, el neandertal, y acepta que Arsuaga es el verdadero experto, el sapiens, y juntos se van de viaje. Se van de viaje por los caminos de la prehistoria, en metro o en coche. Porque es en realidad el mismo espacio en donde nos movemos nosotros, de manera que nos damos cuenta de que esa historia no nos es ajena, es parte de lo que somos, aunque se mueva en dimensiones espaciales y temporales que nos hicieron creer, por la forma en la que nos lo contaron en la escuela, que no tienen que ver con nosotros.
Piense que en el espacio que ocupa al leer este artículo, no hace mucho se movían grandes manadas de bisontes, tal vez los acechaba un “tigre” dientes de sable o quizás nuestros ancestros a su vez acechaban a grandes mamuts. Y dependiendo de donde esté, puede haber aún rastros de ello.
Y si afuera, debajo de sus pies no quedan huellas, tal vez se deba a procesos geológicos, hídricos, a los sucesivos cambios en el clima y también, hay que decirlo, al indetenible cambio de uso del suelo, que termina borrándolas, no se preocupe, en usted están esas huellas del pasado y en realidad nos dicen que no somos tan lejanos de nuestra prehistoria.
La genética nos acerca mucho al pasado. Si, en nuestro ADN se encuentran las pruebas de nuestro pasado neandertal, incluso del denisovano.
Hubo un tiempo en que los seres humanos no estábamos tan solos en la tierra. Por allí se movían otras especies de hermanos. Resulta que el antepasado directo del Homo sapiens en una ventana temporal, hace casi dos millones de años -un instante en el tiempo geológico- convivió ya desde África y lo hizo más de la cuenta, con al menos otras dos especies de humanos, el Homo erectus y el Homo rudolfensis.
Esa convivencia se conservó luego ya en Europa con otras especies como el Homo neanderthalensis, el neandertal y el Homo denisoviensis, o simplemente Denísova, hace apenas unos 40,000 años. Resulta que podemos rastrear estos contactos en nuestro propio genoma e identificar su influencia y su papel en lo que somos, como los genes de percepción del dolor, o varios genes de la respuesta inmune, que vienen de ellos. El cromosoma Y al parecer les llegó de nosotros y ya sabrá usted como nos pasamos esos genes…
Pero el neandertal que vive en nosotros también creo el arte y aprendió el uso de plantas medicinales y de varias herramientas, lo que influyó sin duda en el fortalecimiento del Homo sapiens y creo la superioridad tecnológica que nos dio la ventaja sobre los otros humanos y tal vez los llevó a la extinción. Un tema apasionante para reflexionar seriamente…
Sobre eso nos cuentan Millás y Arsuaga con mucho humor y humildad, son incluso capaces de explicarnos en una Sex shop la falta de competencia espermática de nuestra especie. Un libro muy divertido que creo nos enseña mucho, en particular, en que consiste la verdadera divulgación de la ciencia. Lea este libro, además de que aprenderá y se divertirá, reflexionará mucho sobre lo que somos, de dónde venimos y fundamentalmente, a dónde vamos. Un libro fundamental.
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