“La pandemia, con todo y sus tragedias personales y colectivas nos ha enseñado de manera muy clara el valor del conocimiento. En particular, del conocimiento obtenido por la aplicación de un método organizado de manera deductiva y que busca obtener el máximo consenso posible”.
Horacio Cano Camacho
Quisiera anunciar el fin de la pandemia, pero ni esto es cierto, ni me corresponde a mi, ni será un anuncio que aparezca a ocho columnas en la prensa. Tal vez anuncie que la pandemia se convirtió en endemia y por lo tanto podemos salir a cantar, pero endemia no significa que ya no exista peligro… Entonces ¿de dónde me sale el optimismo?
Si bien estamos en un punto muy bajo de los contagios en nuestro país, esto no significa que no pueda existir algún repunte o que el virus haya agotado su potencial de mutaciones o recombinaciones y pueda aparecer una variante de mucho cuidado, incluso más letal, pero estamos a mitad de vacaciones y de verdad deseo no amargarme el resto, ni amargárselos a ustedes, así que voy a intentar extraer optimismo en este panorama complejo.
La pandemia, con todo y sus tragedias personales y colectivas nos ha enseñado de manera muy clara el valor del conocimiento. En particular, del conocimiento obtenido por la aplicación de un método organizado de manera deductiva y que busca obtener el máximo consenso posible. Estamos hablando de ciencia. Y esta nos demostró de manera rotunda su lugar como un componente estratégico para la salud, el desarrollo y la soberanía, entre otros aspectos. Espero que lo hayamos entendido.
La pandemia comenzó en noviembre-diciembre de 2019, como un brote de una enfermedad muy parecida a otros síndromes respiratorios agudos ya conocidos. Para mediados de ese mes ya se había diferenciado y se comprendía que se trataba de un mal nuevo, potencialmente pandémico y se había identificado el agente patógeno. Para el mes siguiente, enero del 2020, se había secuenciado completamente su genoma y “subido” a las bases de datos públicas. A fines de enero y principios de febrero ya se contaba con un método de diagnóstico altamente confiable.
Tres meses después del primer caso, cuando aún no tenía ni nombre y la OMS no la declaraba pandemia, sabíamos más de esta enfermedad que de otras que habían llevado décadas para llegar al mismo punto. Con la secuencia genómica en mano, en el mes de marzo, es decir, cuatro meses más tarde, ya se tenían los primeros diseños de vacunas. Todo un logro científico, más aún cuando enfrentamos enfermedades que cien años después de su “descubrimiento” (40 años en el caso del SIDA) no han podido resolverse con vacunas y/o medicamentos precisos.
Las vacunas comenzaron a ensayarse en el mes de abril y para septiembre de ese mismo año, ya contábamos con varias aprobadas y su aplicación masiva comenzó en diciembre. Es decir, trascurridos escasos 12 meses desde la identificación del SARS-CoV2. Ese mismo año comenzaron a diseñarse medicamentos específicos contra el COVID-19 y muchos de ellos ya arrojaban resultados prometedores, y ahora, dos años después ya están disponibles.
Pero si en el frente científico el aprendizaje fue espectacular, en el campo clínico no fue menor. Los primeros meses fueron de desconcierto. El personal de salud de todo el mundo ensayaba protocolos de tratamiento sobre la marcha, no sin fracasos dolorosos o desconcertantes. Pero podemos decir que este aprendizaje ahora permite una atención más adecuada y un mejor pronóstico para los enfermos.
Conocemos esta enfermedad, conocemos a su agente causal más de lo que conocemos muchas enfermedades que nos aquejan desde hace siglos y ello ha sido posible por que tenemos una herramienta muy poderosa: la ciencia.
Pero hay que decir que esto fue posible por otro fenómeno que nos dejó la enfermedad: la inteligencia colectiva. La ciencia es una actividad lenta. Si pensamos en el conocimiento como un gran muro, este se construye ladrillo a ladrillo, incluso acumulando en el tiempo granos de arena, hasta que aparecen las grandes síntesis. Teorías capaces de unificar el material acumulado y darle coherencia. En el caso del Covid este avance gradual y lento se trastocó, en todos los frentes se avanzó por la colaboración, por la sana práctica de compartir el conocimiento de manera inmediata y sin egoísmos. Se crearon foros donde el personal de salud reportaba sus experiencias, foros científicos con el mismo propósito, se compartieron los artículos científicos aún antes de su publicación formal, se crearos foros de todo tipo para la sociedad interesada en saber más…
Se puso al servicio de la emergencia todo el conocimiento acumulado por décadas: matemáticas, ecología, zoología, metabolismo secundario, inmunología, epidemiología, vacunología, biología molecular, biotecnología, medicina, diagnóstico, evolución, bioinformática, en fin, todos los campos del quehacer científico. Se hallaron nuevas formas de colaboración y de comunicación nunca vistas, claro, esto no estuvo exento de tropezones momentáneos, de los que nos levantamos muy rápido.
Tenemos razones para ser optimistas, no importa que la amenaza siga allí. Pero la inteligencia colectiva nos deja otra lección, podemos, con el mismo modelo enfrentar otras amenazas presentes y futuras, es cuestión de que entendamos y estemos dispuestos.
Hace unos días fui a comprar tortillas y había una pequeña fila de espera. Todos llegamos enmascarados y nadie parecía sentirse incomodo o “rebelde”. Lo más impresionante llegó al prestar atención a las conversaciones. La gente “sencilla” hablaba de PCR, de mutaciones y recombinaciones, de nuevas variantes, vacunas y medicamentos.
Algunos eran más cautos, otros definitivamente apostaban por el fin de la pandemia y su transformación en endemia. Es posible que esa gente en la fila entienda muy poco, y de manera imprecisa de esos términos extraños que ahora forman parte de su idioma cotidiano. Pero una cosa es segura, nosotros, la sociedad que emergerá de la pandemia ya no seremos los mismos, la inteligencia colectiva también forma parte de lo que ahora somos, fuera de los claustros científicos, en la misma calle, por ello mi optimismo…
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