“La evolución humana se acompañó de un profundo proceso de evolución de lo que comemos. Este proceso implicó la selección y modificación genética de muchos organismos (aunque no lo supiéramos), pero también una modificación de nuestros gustos. Podemos hablar de un proceso coevolutivo entre nuestra dieta y los principales alimentos”.

 

Horacio Cano Camacho

Estoy pensando en mi artículo para Cienciario mientras me como un durazno delicioso. Termino de degustar la “carnita” y procedo a desechar el “hueso”, y entonces me pregunto ¿por qué no comemos también esa parte? ¿Por qué no lo aprovechamos todo? Claro, es muy duro, sin embargo, con otros frutos muy duros no tenemos problema. Hace unos días casqué unos piñones para un platillo que preparé y vaya que fue complicado, incluso requirió la improvisación de unas pinzas de presión, así que la dureza no me detuvo…

Ah, ya recordé, el hueso de los duraznos contiene grandes cantidades de glicósidos cianogénicos, de hecho, se aislaron por primera vez de estas semillas. También las semillas de manzana, cerezas, melocotones, almendras y mandarinas los contienen. Estos compuestos forman parte del sistema de defensa de las plantas contra patógenos y herbívoros.

Cuando las enzimas del tracto digestivo, en particular las ß-glicosidasas de las bacterias del microbioma intestinal degradan estos compuestos, liberan ácido cianhídrico o cianuro (HCN) también conocido como ácido prúsico que, al disolverse en el agua presente, genera un veneno muy poderoso que bloquea la transferencia de electrones en la cadena respiratoria, matándonos por asfixia. De hecho, el envenenamiento por cianuro se detecta por el olor característico que desprenden los envenenados o los objetos contaminados: un fuerte olor a almendras tostadas…

Seguro nuestros antepasados dejaron montones de mártires gastronómicos por andarlos probando cuando el hambre apretaba y luego aprendieron que, de esas deliciosas plantas, había partes que no deberían probar y ese conocimiento se terminó convirtiendo en patrimonio cultural que se transmitió de generación en generación.

Bueno, mientras pienso en ello, voy a preparar un guacamole para degustar con unos totopos. Y la pregunta original se repite, del aguacate nos comemos la pulpa que, por cierto, también es muy rica en acetilenos y psoralenos, de los que se sabe que también son muy tóxicos y en particular, en el aguacate maduro se concentran en el hueso.  Y ahora pienso, que la evolución no contaba con que los descendientes de esos mártires de probarlo todo y aprender a fuerza de arriesgar la vida, ignorarían la principal herramienta de conocimiento del mundo que esos mismos descendientes inventarían, la ciencia, y me encuentro en internet montones de recetas milagro que involucran comer esos reservorios de toxinas que “curan” todo, desde el dolor menstrual hasta el cáncer, pasando por la covid-19.

Voy acumulando los ingredientes para mi guacamole, cilantro, aguacate, desde luego, medio limón, una pizca de sal, chile serrano y las frituras de tortilla para usar de cuchara, y me doy cuenta de que todos esos ingredientes son poderosas fabricas de tóxicos. El cilantro (como su primo, el perejil) tiene grandes cantidades de furanocumarinas lineales, el limón tiene psoraleno, bergapteno y xantotoxinas, el chile tiene capsidiol, germacreno y capsaisina y seguro los totopos vienen de maíz viejo y mal almacenado, por lo que no dudo que contengan zearalenonas y aflatoxinas (habría que hacerles un estudio)…

La mayoría de los vegetales que nos comemos acumulan toxinas, precisamente en la parte que se come, porque son disuasorias para los herbívoros y fitoalexinas contra los patógenos. ¡Vaya, que manera de amargarles la mañana! La pregunta es por qué nos las comemos a pesar de esto.

La invención de la agricultura es una deviación producida y controlada por nosotros de los caminos evolutivos propios de lo que nos comemos. La evolución humana se acompañó de un profundo proceso de evolución de lo que comemos. Este proceso implicó la selección y modificación genética de muchos organismos (aunque no lo supiéramos), pero también una modificación de nuestros gustos. Podemos hablar de un proceso coevolutivo entre nuestra dieta y los principales alimentos.

Hay tres elementos que pueden explicar por qué, a pesar de ser tóxicos, los comemos. El primero es el ejercicio de prueba y error. Nuestros ancestros probaron, a costa de su propia salud y vida, lo que se puede comer y lo que no y seleccionaron para la posteridad el catálogo que conocemos y que es más o menos limitado. Así aprendimos (¿?) que el hueso o las hojas de tal otro NO SE COMEN. También de manera rudimentaria, la dinámica metabólica de ciertos compuestos, de manera, que el producto nos lo comemos cuando las concentraciones de toxinas han disminuido lo suficiente, por ello nadie come mangos, aguacates, o jitomates verdes, puesto que muchas de las toxinas disminuyen su concentración al madurar los frutos, precisamente para que los herbívoros se los puedan comer y dispersar las semillas. Y tercero, que muchos vegetales, cuando sufren una infección o muestran evidencias claras de golpes, es mejor no comerlas, porque nos pueden hacer daño, es el caso de la papa, que acumula grandes cantidades de solanina, una toxina muy eficaz.

Todo esto que explico no es para que dejemos de comer, sino para que entendamos que la comida también está sometida a los procesos evolutivos y si bien, nuestra mesa no es tan diversa como creemos, tenemos un número muy interesante de combinaciones posibles de ingredientes entre tradicionales e innovadores (para nosotros) para escoger. Realmente nos alimentamos de unas cuantas especies de plantas y animales que no pasan de unas decenas. Podemos experimentar con cosas nuevas, pero lo tenemos que hacer con mucho cuidado y conocimiento, no por pura ocurrencia o recomendación de la comadre (o compadre). 


Originario de un pueblo del Bajío michoacano, toda mi formación profesional, desde la primaria hasta el doctorado la he realizado gracias a la educación pública. No hice kínder, por que en mi pueblo no existía. Ahora soy Profesor-Investigador de la Universidad Michoacana desde hace mucho, en el área de biotecnología y biología molecular… Además de esa labor, por la que me pagan, me interesa mucho la divulgación de la ciencia o como algunos le dicen, la comunicación pública de la ciencia. Soy el jefe del Departamento de Comunicación de la Ciencia en la misma universidad y editor de la revista Saber Más y dedico buena parte de mi tiempo a ese esfuerzo.